2 mar 2010

Frente a la casa de Margarita Saldaña el muchacho se estremecía. Sentía un calor por todo su cuerpo, sentía la sequedad en su boca. Él quiso tanto a Margarita Saldaña, pero ahora cómo podría verla a la cara, su vergüenza era gigantesca, casi del tamaño del mundo. Temía ver el rostro de la joven en alguna ventana de la casa, temía tanto verla.

Pasaba rápido, sin levantar la cara, con pasos agigantados por la acera. Sólo alcanzaba a ver de reojo el jardín, el pasto siempre verde de los Saldaña, sólo eso veía porque no deseaba observar más. Al momento en que caminaba cerca de la casa, su mente se iba llenando de recuerdos absurdos, tristes, melancólicos. Por qué con Margarita Saldaña.

En el colegio intentaba evitarla a toda costa. Cuando iba por el pasillo y veía la cabellera rubia de la chica, se detenía a hacer plática con cualquier persona, se dirigía a los baños o se metía a un salón. Qué le diría Margarita después de aquel terrible día. Mantenía un perfil bajo en la escuela. Al acabar las clases se dirigía apresurado a la entrada, tomaba su bicicleta y se iba. Disfrutaba del aire, de las casas coloridas de San Andrés, pero luego llegaba la tortura de pasar frente a la casa de los Saldaña.

Por las noches distraía su mente con historias de terror. Los monstruos, los vampiros, las momias, los gatos emparedados eran sus acompañantes de relajación, al menos ahí los protagonistas tenían un motivo para sufrir, sin embargo, al terminar los relatos, le invadía nuevamente el sentimiento de desesperación. Tapaba su cara con las cobijas, cerraba los ojos como si el estar a obscuras doblemente le sirviera para espantar las remembranzas, pero no lo lograba, ya que hasta en sus sueños Margarita Saldaña lo encontraba.

Los huevos fritos de la mañana habían perdido su sabor. El jugo de naranja siempre estaba desabrido. El tocino le revolvía el estomago. Era imposible continuar con esa situación, sabia plenamente que la receta era encarar a Margarita, hablar con ella sobre lo ocurrido, buscar una solución para así lograr recuperar su vida, era la única salida.

Era sábado, un día perfecto para presentarse en la casa de los Saldaña. La familia nunca salía esos días. La señora Saldaña tejía durante toda la jornada, mientras el señor Saldaña fumaba su pipa por las noches acogido por el calor ofrecido de la chimenea y Margarita, Margarita jugaba a las muñecas, con la casita de madera, con la ropita de estambre tejida por su madre. Jugaba todo el día, por eso hablar con ella en sábado era la mejor opción, ya que si algo malo pasaba tendría el refugio de las damitas de plástico.

Llegó al número 38 de la calle Miraflores. Estacionó la bicicleta en la banqueta, se abrochó el suéter rojo, regalo de su madre un día de navidad, y caminó seriamente, sutilmente, decididamente hacia la puerta. Dio tres golpes, toc, toc, toc. Se limpió el sudor de la frente con la manga del rojo suéter y de pronto la puerta fue abierta.

Lo que pasó ahí adentro él sólo lo sabe, pero salió con una gran sonrisa de la casa de los Saldaña. Tomó su bicicleta y se enfiló hacia el fin de la calle Miraflores, donde vivía Sebastián, El Sebas. Era sábado, el sol regalaba sus rayos a todos los mortales, no había nubes en el cielo, era una maravillosa tarde de primavera para jugar a las canicas y de paso ganarle las suyas a El Sebas.

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