8 ene 2010

En este territorio el cielo no es azul, las delgadas lonas color rojizo protegen a los comerciantes del sol, ¿del sol?, o tal vez será de la lluvia porque en los recientes días el astro rey se ha dejado ver muy poco y en cambio tenemos como techo una mezcla de colores grisáceos, pero eso no es para los tianguistas de la calle De las casas en el municipio de La paz, ellos tienen un cielo colorado, unos más que otros, todo depende de la edad de la lona, hay unas que se ven casi rosas por lo viejas que están, sin embargo, el toque tenue de luz es el perfecto para hacer las compras.

El tianquiztli no tiene una entrada preestablecida, se puede ingresar por la avenida Texcoco donde el comprador es recibido por la chica embarazada con cara de pocos amigos encargada de vender el periódico, ella no forma parte del tianguis, es una empleada sedentaria, pero si se entra por la calle Magdalena las camionetas con abolladuras y de color opaco, encargadas del transporte de las mercancías, son las autorizadas de dar la bienvenida. Aunque el mercado callejero no tiene una entrada oficial siempre se podrá descubrir su fin, su salida, ya que las chácharas, trocitos de vida colocados en el suelo, son las señales para regresar a casa.

Alrededor de las once de la mañana, el mercadito ambulante se ve asaltado por las amas de casa, hormiguitas que caminan de un lado para otro verificando los precios. Se aproximan a los puestecitos erigidos con delgadas líneas de metal donde las frutas con sus colores cálidos descansan en su camita, en un pedazo de madera cubierto por una tela blanca. « ¿A cómo el kilo, marchante?» se llega a escuchar por parte de la hormiga, mientras comienza con un ritual, el sagrado acto de inspeccionar el producto: lo ve desde todas sus formas, lo toca ejerciendo una pequeña presión y hasta llega a olerlo, luego duda y por fin se decide a comprar dos mil gramos de naranja.

Las hormiguitas caminan por toda la calle, se las ve a la izquierda, a la derecha, entablando relaciones de negocios, de vez en cuando hay otras paradas a la mitad del tianguis platicando entre ellas, intercambiando puntos de vista sobre las profesoras de la escuela primaria, sobre los precios elevados de los comestibles, de todo lo que pueda ventilarse bajo un cielo rojo y siempre, siempre están las canciones de fondo, porque el chico de los discos piratas, aquel que se encuentra al lado de la humareda provocada por la carne de los tacos, no deja escuchar los murmullos de un pequeño mundo, todo se ve atrapado por un silencio ruidos, mientras los insectitos sociales compran y discuten.

En la pequeña calle los puestos se dividen en tres hileras, dejando dos rutas para los peatones, es una pequeña ciudad. Las carnes están por un lado, los pollos colgados de un tubo metálico, la carne de res exhibida sobre hules blancos, con su típica nube de moscas y sus perros flacos a los costados esperando una pequeña porción al menor descuido del vendedor. Después de ese espacio se encuentran las frutas y verduras, todas ellas deslumbrantes, con sus colores tan diferentes a los de la carne, es un gusto a la mirada ver un pequeño destello que sale de ellas. También están las revistas viejas, donde la gente muy pocas veces se detiene o la ancianita que vende sus bufandas que corre con la misma suerte. Los artículos de limpieza están más a lo lejos, pero los puestos de garnachas se encuentran a lo largo del mercado errante, con sus olores múltiples, el chorizo mezclado con el sudadero y con el queso y con la cebolla, un toque exacto capaz de abrir el apetito.

Algunos gritan para ofrecer sus productos, otros simplemente esperan al comprador para ofrecerle un poco de lo suyo, pero ellos, los comerciantes son sólo estatuas, a diferencia de las amas de casa, las únicas que tienen movimiento en ese cuadro, en ese pequeño mundo, son las espectadoras del museo, son las hormigas encargadas de la recolección de los granos, las únicas que hacen posible la perpetuación de una tradición mexicana.
*Crónica de un tianguis para el taller de prensa

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