27 mar 2009

A la edad de ocho años Manuel ha dejado la imaginación para ocuparse de asuntos más importantes. Por lo regular un niño de esa edad se dedica a jugar con sus amigos, se va al parque, se sale de la escuela para dirigirse directamente a casa y jugar con los soldaditos de plástico que les fueron regalados en navidad, no sé, un sinfín de actividades que al realizarse nos introducen cierta emoción, cierta fuerza propia de un infante sin embargo, Manuel no es así.

La madre de Manuel se alegra a diario al ver a su hijo cada vez más independiente, él ya no se preocupa por las verduras a la hora de comer o el hacer berrinchitos porque no se le compra un juguete de moda, para Teresa eso es un logro, un sueño, ya que siempre detestó aquellos mocosos que se esconden bajo la falda de su madre, ella deseaba tanto un niño independiente, que no necesitara de nadie para realizar una tarea y pareciera que lo había logrado con su Manuelito, uno de los niños más raros de la colonia.

Marco Y Mario son amigos de Manuel, van en la misma escuela, tienen los mismos gustos y lo mejor de todo es que son vecinos. Sus padres se conocen desde hace mucho tiempo, desde que llegaron de paracaidistas a la colonia, cuando las calles estaban cubiertas de tierra y las casas eran de cartón. Al paso del tiempo las tres madres quedaron embarazadas y dieron a luz casi al mismo tiempo, fue en el mes de Febrero, los días cuatro, cinco y seis, así que la amistad los marca desde antes de su nacimiento.

Los chicos pasan sus días entre charlas, videojuegos y chicles. Tienen los días de la semana repartidos para visitar la casa de cada uno; lunes, miércoles y viernes en el hogar de Marco; jueves y martes en casa de Mario y los fines de semana le toca a Manuel recibirlos. La hora señalada son las cuatro de la tarde ya que entre semana se tiene que regresar temprano al hogar para hacer la tarea, comer y descansar de todo el trabajo escolar, sí trabajo escolar, ya que no sólo son estudiantes sino que el negocio que dentro de la institución crearon los deja agotados.

Esa pequeña empresa se fundó gracias a la necesidad de comprar videojuegos, que en esta época son carísimos. Su negocio es el vender chicles, artículos prohibidos en la primaria Juan Escutia, ni siquiera la cooperativa puede distribuirlos así que estos pequeños se dedican a repartirlos clandestinamente. La idea se les ocurrió al ver un programa en televisión donde pasan la vida de los presos y las mil y un formas que se inventan para distribuir productos dentro de las instituciones penitenciarias. Por lo tanto los chicuelos crearon sus propios trucos para que todo funcionara a la perfección.

Primeramente tuvieron que crear un fondo a base de sus domingos, después se procedió a la compra de los chiles, la caja de veinte cuadritos les costó veinte pesos y con esa primera inversión iniciaron lo que ahora es un negocio prospero. Los chicles dentro de la institución cuestan dos pesos sin embargo, el costo era lo de menos, lo que más les divertía de aquella labor era el sistema creado para la venta.

Tienen estrictamente prohibido vender durante el recreo, todo tiene que hacerse durante las clases; por ejemplo si un compañero necesita un chicle, le hace una seña a Marco, Mario o Manuel, según sea el grupo, con un estiramiento de aquellos típicos en la escuela, provocados por el fastidio mas debe ir acompañado por el lápiz en la mano izquierda, así uno de los chicos, que por cierto ocupan los lugares traseros para poder ver quien necesita el producto, se levanta y le pide permiso al profesor para salir al baño, el chicle se encuentra en una bolsa cosida al pantalón por ellos mismos.

En vez de ir al baño se dirige al área de juegos, todo esto rápidamente porque si el conserje o algún profesor los llega ver el negocio quedaría en banca rota, y sobre el columpio de color verde se deja el chicle. El niño regresa rápidamente al salón, entra, mira al compañero – comprador, éste inmediatamente se levanta, pide permiso para ir al baño y recoge el producto. El pago de los dos pesos tiene que hacerse con una moneda de este valor, incrustada en un sacapuntas redondo, luego es pasado por los alumnos hasta llegar a las manos del pequeño empresario que después regresa el sacapuntas prestado.

Así que en la escuela primaria Juan Escutia siempre se ven niños saliendo al baño, cosa que no apura a los maestros por la cantidad de agua que toman a fuerza de sus padres. También esa ida y vuelta de los sacapuntas es algo común dentro de la institución pero nadie, absolutamente nadie se da cuenta de la empresa clandestina en manos de tres pequeños niños; ni siquiera sus padres se percatan de los hechos y creen que el dinero que tienen los pequeños es por ser ahorradores de sus domingos. Sólo les preocupa el ver cajas de chicles en la basura, de aquellos que ayudan para dejar el cigarro pero erróneamente lo atribuyen a sus esposos, fumadores de dos cajetillas al día

1 comentarios:

I. Fernández dijo...

Primero he de comentar que cada que escribes aportas algo nuevo. NO sé ya tú me dirás... pero pienso que tú gustas de creer las historias de acuerdo a los aportes cotidianos pero significantes, de ahí se basa tu aporte, en lo personal me agrada la idea.

Ahora, me faltó escrito. Me pareció que sería de mayor extensión por todo lo que tiene la introducción. Comencé y terminé disfrutándolo, sin embargo me hubiera gustado que te extendieras más, el cuento da para una mayor extensión.

Por lo demás, pues sólo debo agradecer porque quieras seguir actualizando esto, porque cada vez lo hace mejor. Saludos!

 

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